Me encuentro en un avión que me llevará de regreso a casa.
Fue un buen viaje pero me siento exhausto. Me gusta viajar pero me gusta más estar en casa. No hay nada como unos días lejos del hogar para recordar cuanto anhelo estar con mi familia.
Nunca he encontrado un hotel que pueda superar la satisfacción que siento cuando entro y cierro la puerta de mi casa.
No es fácil decir con exactitud qué es lo que hace que el hogar me traiga tanta alegría a mi alma. Quizás tiene que ver con la familiaridad de las cosas, con el sentimiento de sentirme parte de mi hogar pero sin lugar a dudas un factor sumamente importante son todos los recuerdos que rodean el hogar. Aquellos momentos especiales con los hijos o los nietos mientras veo sus fotografías en diferentes partes de la casa. Recuerdos de épocas pasadas que surgieron como resultado de experiencias compartidas, de vacaciones en las montañas o la playa, de graduaciones escolares, de escenas memorables alrededor de la mesa en los días festivos. Y la lista de alarga. Si, definitivamente son esos recuerdos los que me hacen regresar a casa.
El hogar también representa reflexiones de momentos dolorosos del pasado. Lágrimas que riegan nuestras convicciones, haciéndolas crecer más firmemente. Lágrimas causadas por malentendidos o errores. Lágrimas que ocurren al escuchar noticias trágicas, decepciones, desacuerdos, ofensas, confesiones, arrepentimientos o perdones. Tales acciones no pueden borrarse de un hogar, ni tampoco deberíamos intentar borrarlas. Ellas embellecen tiernamente el hogar y en algunos casos se convierten en ese baño de misericordia que acompaña el dolor.
Pero por encima de todo eso, regresar a casa significa llegar a los brazos de aquella persona que me ha amado fielmente desde el verano de 1955. ¿Han pasado más de 55 años? ¡Éramos tan jóvenes! ¡No sabíamos nada de la vida! Sin embargo, desde aquel día cuando dijimos: "Acepto" hasta hoy, hemos continuado creciendo y aprendiendo mutuamente. Me siento orgulloso de saber que ambos estuvimos dispuestos a perdonarnos nuestros errores y que en medio de los conflictos decidimos resolverlos en vez de rendirnos y separarnos.
Esta noche, en esta jornada larga por el cielo, mi corazón late más rápido con sólo pensar en regresar a casa. La distancia y el tiempo lejos de mi esposa me recuerdan la importancia de seguir esforzándome diligentemente en mi matrimonio. Esforzarme en ser más cortés, en no ser egoísta, en ser más comprensivo, en escuchar más, en perdonar más rápido, en decir la verdad, en desarrollar una intimidad más profunda, en resistir la pasividad y en seguir practicando otras disciplinas matrimoniales para evitar aquellas cosas que dañan y debilitan nuestra relación. Entre más mayor me hago, más deseo que nuestro matrimonio mejore pero sé que eso no ocurrirá automáticamente. La edad no se relaciona bien con el afecto.
Acabo de pensar que algún día, un día que realmente no quisiera que llegase, Cynthia o yo regresaremos a casa, solos. No me gusta pensar en ello pero no debo ignorarlo o negarlo. Cuando esa noche oscura llegue, no quiero que mi dolor se agrave con pensamientos de: "desearía haberle dicho. . ." o "desearía haber hecho. . .". Por eso, esta noche a 9,500 metros de altura, quiero dejar claro que me comprometo una vez más a obedecer el mandato: "Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la iglesia" (Efesios 5:25). De lo contrario, las palabras de este poema intensificarían mi dolor futuro:
Los cardos que coseché
provienen del árbol que planté;
me espinaron y sangré.
Debí haber sabido que fruto
tal semilla produciría.
Escribo esta nota invitando a los esposos a que le den prioridad a sus esposas. Si lo hacen, el regresar a casa siempre será un deleite (al igual que para su esposa) en vez de un temor. Cuando eso suceda, el temor a la muerte se irá y amar a su esposa se convertirá en la forma de empezar a vivir.