He estado realizando un estudio serio de la Biblia durante más de 40 años, y en todo ese tiempo sólo he hallado un pasaje en que Jesucristo se describe a sí mismo con sus propias palabras. Al hacerlo, sólo usa dos palabras. A diferencia de la celebridad de Los Ángeles, esas palabras no son fenomenal ni sumamente. Ni siquiera menciona que Él era buscado como conferencista. Aunque es verdad que Él tiene los atributos de sabiduría, poder, eternidad, omnisciencia y deidad, no dice: “Soy sabio y poderoso”; ni “Soy santo y eterno”; ni “Soy omnisciente, soy deidad absoluta.” ¿Sabe usted que dijo? Le sorprenderá.
Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar. Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas (Mateo 11:28, 29).
Soy “manso”. Soy “humilde”. Estos son calificativos que se aplican al siervo. Manso. La palabra significa que la fuerza está bajo control. Se usa con respecto a un caballo salvaje que ha sido domado. El término “humilde de corazón” significa humilde. Es la palabra que sirve para describir a uno que ayuda. El altruismo y la consideración entran en dicha descripción. Sin embargo, el término no significa débil e insignificante.
Francamente, me parece sumamente significativo el hecho de que cuando Jesús levanta el velo del silencio y, de una vez por todas, nos da una vislumbre de sí mismo, de la realidad de que está construido su ser interno, usa los adjetivos “manso” y “humilde”. Cuando leemos que Dios el Padre está dedicado a formar en nosotros la imagen de Su Hijo, eso significa que Él quiere que se manifiesten en nosotros cualidades como éstas. Nunca nos pareceremos más a Cristo como cuando cuadremos con la descripción que Él hace de sí mismo.
¿Y cómo se manifiestan esas características? ¿Cómo las manifestamos mejor? En nuestra obediencia. El servicio y la obediencia andan juntos como hermanos siameses. Y la más sublime ilustración de esto es el mismo Hijo, quien lo confesó abiertamente: “. . . nada hago por mí mismo . . . hago siempre lo que le agrada . . .” (Juan 8:28, 29). Dicho esto en otros términos equivalentes, la descripción que Cristo hizo de sí mismo se verificó en su obediencia. Él practicó lo que predicó, como ningún otro que haya vivido alguna vez.
El estilo de vida manso y humilde del Salvador no se hace tan evidente en ninguna otra parte como en el relato de Juan 13, donde se describe el acto mediante el cual lavó los pies a Sus amigos, los discípulos. Mediante ese acto, nos dejó algunos principios de valor intemporal con respecto al servicio, que no debemos tener la osadía de pasar por alto. Si verdaderamente estamos pensando en serio con respecto a mejorar nuestro servicio, tenemos que apartar tiempo para aprender, y aplicar los principios y también las implicaciones de Juan 13:4-17.
Leamos el relato de lo que ocurrió:
. . . Jesús . . . se levantó de la cena, y se quitó su manto, y tomando una toalla, se la ciñó. Luego puso agua en un lebrillo, y comenzó a lavar los pies de los discípulos, y a enjugarlos con la toalla con que estaba ceñido. Entonces vino a Simón Pedro; y Pedro le dijo: Señor, ¿tú me lavas los pies? Respondió Jesús y le dijo: Lo que yo hago, tú no lo comprendes ahora; mas lo entenderás después. (Juan 13:3-8).
Al meditar en la escena que Juan nos describe, surgen tres observaciones.
El ser siervo es algo que no se anuncia
Jesús nunca dijo: “Hombres, les voy a hacer una demostración de servicio. Observen mi humildad”. De ninguna manera. Esa clase de orgullo obvio era la característica de los fariseos. Si uno quería saber si eran humildes, lo único que tenía que hacer era estar cerca de ellos durante algún tiempo. Tarde o temprano, ellos lo anunciarían. . . y ésa fue la razón por la cual Jesús les dirigió palabras tan fuertes en Mateo 23.
A diferencia de aquellos piadosos impostores, el Mesías se levantó de la mesa, tranquilamente se quitó el manto externo, y con toalla, jarra de agua y lebrillo en mano, pasó apaciblemente de hombre a hombre. Esto nos lleva a una segunda observación de lo que significa tener un corazón manso y humilde.
El hecho de ser siervo incluye recibir bondadosamente así como también dar bondadosamente
Pedro no estaba dispuesto a ser así de vulnerable. Al fin y al cabo, Jesús era el Señor. ¡De ningún modo iba a lavar la suciedad de los pies de Pedro! Algunas veces se necesita más gracia para recibir que para dar. Y la renuencia de usted a recibir, realmente expone su orgullo.
El hecho de ser siervo no es una señal de debilidad interna, sino de increíble fortaleza.
No hay manera de evadir el golpe ni el efecto de las palabras que Cristo le dirigió a Pedro. Lo que en efecto le dijo fue lo siguiente: “Si no me permites hacer esto, hasta aquí llegamos. ¡Vete!” Cualquiera que viva engañado en el sentido de que Cristo fue más bien débil y carente de energía, ha pasado por alto declaraciones como ésta. El hecho de ser uno siervo no implica de ninguna manera que no habrá ninguna confrontación, o que no se dirán palabras fuertes a otros. El Señor puede decidir usar la reprensión de un siervo que se haya ganado el derecho de ser oído, aun con más frecuencia que la de un líder de tipo agresivo.
Él les hizo una declaración sorprendente. Les declaró el papel de autoridad que tenía entre ellos: el “Maestro”, el “Señor”. Ahora bien ¿qué pensarían ellos que él haría de inmediato? Lo obvio: “Yo lavé vuestros pies; de modo que, ahora, lavadme los míos”. Yo creo que eso era lo que ellos esperaban oír, así como reaccionamos nosotros: favor con favor se paga.
Pero en el caso de Jesús, eso hubiera sido un privilegio. ¿A quién no le gustaría lavárselos? Nos hubiéramos colocado en fila para lavarle los pies a nuestro Salvador. Pero eso no fue lo que Él dijo. Eso ni siquiera se hubiera acercado a lo que es el epítome del servicio.
Él les dijo que se lavaran los pies los unos a los otros. Esto también nos lo dice a nosotros. ¡Qué admonición! “. . . como yo os hecho, vosotros también hagáis”. En ese nivel es donde nuestra obediencia se somete a la máxima prueba.